miércoles, 7 de diciembre de 2011

Las puertas de la noche (1946)


Aunque entonces quizá no lo supiese, Marcel Carné dirigía por última vez un guion del gran poeta y guionista Jacques Prévert, con quien había trabajado durante doce años y con quien desarrolló un tipo de cine que acercaba la imagen a la poesía y viceversa, un cine donde se exponía un romanticismo pesimista, mezcla de sueño y realidad, que se apodera de unos personajes que se encuentran atrapados dentro de la fatalidad en la que viven. Así, Las puertas de la noche (Les portes de la nuit, 1946) se muestra como un sueño lleno de sombras, marcado por la música que los protagonistas desconocen, pero que les resulta familiar, así como por la sucesión de encuentros que marcan el devenir de unos hechos que el destino ya ha decidido. La acción se desarrolla en una sola noche, en un barrio nocturno, misterioso y en todo momento amenazante por la presencia de ese hado que transita por un París recién liberado de la ocupación alemana. El recuerdo de esa etapa aún está fresco en las vidas y en las mentes de los habitantes de la capital francesa, a pesar de haber transcurrido un año desde la liberación, como se descubre en Jean Diego (Yves Montand) cuando acude a casa de un antiguo compañero en la resistencia. Jean siente la necesidad de informar a la esposa de su amigo de la muerte de éste, sin embargo, poco después del desagradable momento que significa estar cara a cara con la viuda, el esposo se presenta sorprendiendo a su camarada. Una vez más, el destino asoma en las vidas de las personas permitiendo un encuentro que ninguno creía posible. Pero ese mismo destino cobra forma humana (Jean Vilar) para aventurar a Jean de que esa noche ocurrirán otras cosas extraordinarias: conocer a una mujer de la que se enamorará o la tragedia que se desatará cuando el velo nocturno se levante. Tras la cena, el capricho que rige las vidas humanas actúa de nuevo, provocando que Jean pierda el metro y acepte la invitación de su amigo para pernoctar en su casa. Sin embargo Jean no puede conciliar el sueño, quizá su encuentro con el destino se lo impida, y quizá esa misma fortuna es la que le obligue a pasear por el taller del señor Sénéchal (Saturnin Fabre), el dueño del edificio, un hombre a quien acusan de colaboracionismo y cuyo hijo, Guy (Serge Reggiani), se encuentra en graves problemas con la justicia. Su encuentro con Marlou (Nathalie Nattier), la hija de Sénéchal, mujer desgraciada en su matrimonio y en su vida, provoca que la ventura anunciada por el destino cobre forma en la mente de Jean, porque ella tiene que ser la mujer a la que se había referido el vagabundo. Durante unos instantes comparten la intimidad que les proporciona saberse desconocidos, un breve periodo que semeja eterno y que les permite mostrar sus sentimientos, mientras, una melodía se deja escuchar como una parte más de una velada que semeja un sueño. El lirismo que domina el encuentro entre Marlou y Jean se convierte en realidad trágica con la aparición de Guy y de su padre; una vez más, la diosa fortuna interviene a su capricho desatando la tragedia que ha decidido para unos personajes que se desenvuelven entre las sombras de las que no pueden escapar.

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