domingo, 4 de diciembre de 2011

Hombres intrépidos (1940)


Qué duda cabe de que John Ford realizó en Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940) un magnífico drama que tiene como telón de fondo la Segunda Guerra Mundial, pero con el acierto de mantener el conflicto alejado de la cubierta del barco, salvo la secuencia del ataque de un avión que no se ve, pero sí se deja notar. Este planteamiento prioriza otra guerra distinta, aquella que se observa en la cotidianidad del grupo: en la lucha que Smitty (Ian Hunter) mantiene consigo mismo, dejándose vencer por el pesimismo, el rechazo y el alcohol; en la necesidad vital de Olsen (John Wayne) de encontrarse sereno para así mantener la ilusión de volver a su granja y ayudar a su madre o en la enfermedad de Yank (Ward Bond), quien sin ayuda médica tiene poca o ninguna esperanza de concluir con vida el viaje. No obstante, la vida de este núcleo familiar, condenado a desintegrarse como otros grupos fordianos, hace un alto en su sufrimiento para tomar esa jarra que les permite engañarse y sentirse felices, unas copas que tras finalizar la travesía pueden significar la perdición o salvación de Olsen, porque sin darse cuenta existen tipos que les acechan entre las sombras, amenazando al único de ellos que puede tener un futuro alejado de las penurias de una vida errante en alta mar. La escena en la que la cuadrilla se conciencia para llevar a Olsen al barco que lo devuelva a Suecia es una muestra del talento de un director que sabía transmitir como nadie las sensaciones que dominan a sus personajes, algo para nada sencillo, aunque en sus manos sí lo pareciese, porque permite que los marineros inconscientemente se alejen de sus intenciones iniciales, dejándose embaucar y atrapar por la promesa de un rato agradable en compañía de mujeres y de alcohol, olvidándose de lo verdaderamente importante, la amistad que los une y la soledad que domina su vida marítima, porque un trago mientras aguardan no puede afectar el regreso a casa de ese amigo que quiere despedirse y que, por uno u otro motivo, se encuentra incapacitado para marcharse. El inicio de Hombres intrépidos descubre a un grupo de marineros que nada tiene que perder, salvo la vida, porque todos son conscientes de que no tienen un lugar a donde regresar. Son hombres sin ataduras, sin más familia que aquella que forman entre ellos, sin nada por lo que merezca la pena aguardar o pensar. Solo Olsen posee un hogar al que volver, una granja donde su madre aguarda su regreso desde hace largo tiempo. Sin embargo, la ilusión por volver desaparece cada vez que arriban a puerto. Allí gasta la paga en alcohol y en juergas hasta que él y sus compañeros se quedan sin blanca y se embarcan de nuevo. La constante de este núcleo fordiano se muestra en los primeros compases del film, cuando el barco aguarda en un puerto de las Antillas sin que la tripulación pueda bajar a tierra. No obstante, Driscoll (Thomas Mitchell) se las ha ingeniado para acercarse a la isla y conseguir que un grupo de chicas suba a bordo, irregularidad que el capitán pasa por alto tras recibir las órdenes de zarpar hacia los Estados Unidos. Este nuevo viaje, en el que deben transportar municiones, será más arriesgado que los anteriores y quizá acabe con sus vidas, pues las aguas sobre las que navegan se encuentran infestadas de buques alemanes. Por este motivo, el oficial no impide que su tripulación celebre lo que sería una fiesta de despedida, durante la cual bailan, persiguen a las chicas, se emborrachan y, para no perder costumbre, acaban a golpes. La camaradería, las juergas, la falta de algo a que aferrarse y que les permita soñar con una vida distinta o las broncas, son características compartidas por quienes se encuentran dentro del espacio claustrofóbico donde conviven desde tiempo atrás. Pero la necesidad de que Olsen cumpla su sueño, se descubre en todos ellos, sobre todo en Axel (John Qualen), quien se ha convertido en una espacie de conciencia que pretende evitar que aquel pruebe una gota de alcohol. El deseo de que regrese al hogar es un anhelo que se convierte en el objetivo de todos, quizá porque sienten que algo de ellos también ha encontrado un lugar. El único que se mantiene al margen es Smitty, porque tiene sus razones para no querer regresar, su negativa es tan firme que se aparta de sus compañeros, insistiendo en que nunca volverá, aunque para ello deba desertar y abandonar el barco. Smitty bebe, no como lo hacen los demás, él no se emborracha para divertirse sino para olvidar. Necesita dejar de pensar en aquello que lo destrozó, ese mismo alcohol en el que se refugia. Su comportamiento resulta extraño para los otros, quienes, tras una serie de cuestiones que les sorprenden más de lo normal, lo acusan de ser un espía alemán, acusación infundada que nace del aburrimiento y de la fantasía de un grupo que de esa manera se aparta de la realidad, más compleja y a la vez más simple de la imaginada. ¿Quién malgastaría tiempo y dinero en infiltrar a un espía en un mercante tan insignificante como el suyo, que hasta entonces no había transportado material vital para el desarrollo de la contienda? Sin duda sería un absurdo, cuestión que la tripulación pasa por alto y que permite descubrir el nerviosismo y la ignorancia que domina en el ambiente. Ese momento de locura colectiva sirve para mostrar la verdadera realidad que rodea a Smitty. La escena en la que Driscoll se hace con la caja del presunto traidor y lee dos cartas con las que pretende confirmar las sospechas le ofrece la explicación del extraño comportamiento de su compañero y sus ansias por no regresar a Inglaterra. Sin lugar a dudas, esta escena es una de las mejores y más duras de la película, cuando, creyendo que desenmascaraban a un espía, descubren a alguien hundido, sin presente ni futuro, realidad que se expresa mediante la vergüenza que se dibuja en los rostros de los presentes, que en ese instante comprenden su error. En Hombres Intrépidos la muerte y el pesimismo ganan la partida a estos hombres de mar que se encuentran condenados a reengancharse una y otra vez, porque no tienen más hogar que ese viejo navío que han convertido en su casa, en parte de ellos mismos, lo que confirma que los Yank, Driscoll, Axel o Cocky (Barry Fitzgerald) no pueden alejarse de los mercantes donde han pasado la mayor parte de su vida y donde algún día la perderán.

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