viernes, 11 de noviembre de 2011

Un ladrón en la alcoba (1932)

El abrir y cerrar puertas es una constante en las comedias de Ernst Lubitsch, como también los son los pequeños detalles que dicen mucho más de lo que se muestra en las imágenes, como los tres relojes que atestiguan el paso del tiempo en Un ladrón en la alcoba (Trouble in paradise), que desvelan los hechos que pueden estar sucediendo fuera de cámara; hechos que quedan implícitos, sin necesidad de tener que mostrarlos, signo de la elegancia de un director que creó un estilo propio dentro de la comedia. Es más que probable que Un ladrón en la alcoba sea la comedia realizada por Lubitsch en la que más puertas se abren y cierran, un hecho que le permitió ocultar lo que sucede tras ellas o sorprender con la aparición de algo o alguien, que si bien puede ser deseado, también puede no serlo, como Gaston Monescu (Herbert Marshall), ese ladrón que se hace pasar por un noble para poder robar en un hotel de lujo de Venecia, donde conoce a Lily (Miriam Hopkins), otra impostora de la que se enamora y con quien inicia un idilio de delincuencia y amor que les conducirá hasta Francia, donde madame Mariette Colet (Kay Francis), la reina de los perfumes, se convertirá en su nueva víctima. Sin embargo, la belleza de Mariette parece conquistar el corazón de Gaston, como él ha atrapado el de ella. La historia presenta a un triángulo amoroso en el que dos mujeres se juegan el afecto de un hombre que se descubre enamorado de ambas, circunstancia que le confunde y que le permite vivir un romance idílico. Pero la confusión no es exclusividad de Gaston, porque también François (Edward Everett Horton), una de sus víctimas y pretendiente de madame Colet, se muestra perdido en su enfrentamiento con el mayor (Charlie Ruggles), con quien mantiene un particular duelo por las atenciones de una dama que sólo tiene ojos para ese nuevo secretario, a quien François ha creído ver con anterioridad. A pesar de la aparente sencillez de la historia, posee un sólido guión escrito por Samson Raphaelson (guionista habitual en muchas de las películas americanas del director) que permitió a Lubitsch realizar una puesta en escena meticulosa, elegante y talentosa, en la que cada detalle parece haber sido estudiado al detalle, sin que nada escape a la visión de un maestro de la comedia que juega con las entradas y salidas de sus personajes, así como con sus rostros, en los que se muestra la sorpresa o el desconcierto, e incluso con los sentimientos de los vértices del triángulo amoroso, en el que los tres enamorados van directamente a por lo que quieren, dejando claro que utilizaran sus virtudes para conseguirlo.

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