lunes, 7 de noviembre de 2011

Murieron con las botas puestas (1941)


Pocos cineastas han comprendido la relación entre el cine y Hollywood como Raoul Walsh, quizá porque siempre supo que se trataba de crear espectáculo y no un espacio donde construir realidad. Era consciente de que ni hechos reales ni personas de carne y hueso pueden darse más allá de su tiempo presente y del entorno concreto de experiencias y vivencias donde se produce el suceso y vive el individuo. El cine es otra cosa y en manos de alguien como Walsh, el cine-espectáculo alcanza un grado superlativo, sin importar que, en el caso de producciones como Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots On, 1941), la leyenda y la épica se impongan a la historia y a la biografía. De ese modo, evita caer en la biografía cinematográfica anodina, repetitiva, en la que la vida de un personaje basado en el real cae en el tópico y en la sucesión de hechos, más o menos verídicos, que no se desarrollan o que abarcan más de lo que puede hacer funcionar el film, ya sea como espectáculo o como excusa para hablar de temas presentes —tal como hizo William Dieterle en La vida de Emile Zola (The Life of Emile Zola, 1937) o Juárez (1939)—, o como punto de partida para desarrollar una obra más allá del personaje biografiado. El hilo argumental de la mayoría de las biopics apenas difiere del patrón que presenta al personaje en todos sus aspectos y en ninguno, olvidándose de la importancia del ritmo narrativo para que el film deje de ser una cronología y hagiografía aburrida y sin encanto.


Para mayor fortuna, Walsh contó con el guion de Aeneas Mackenzie, que no busca reproducir una cronología ni dotar a sus personajes de sensiblería. Inventa un mundo nuevo para sus héroes y antihéroes de celuloide y allí les permite vivir y morir. Uno de esos espacios cinematográficos, que escapa de la realidad que lo inspira, lo crea Walsh en Murieron con las botas puestas para narrar la historia de un personaje “histórico”, en este caso la figura del general Custer, desde una perspectiva amena, visual, emocionante, incluso espectacular, que no carece de humor ni de cierta negrura. Gracias a ello, la historia de George Armstrong Custer se convierte en un film que conecta con el público de la época (y de otras posteriores), al presentar al general como un individuo entre creíble y legendario, con sus fallos y aciertos, que existe más allá de la sucesión de buenos o malos momentos, existe en la emoción, en la épica y en la farsa, no exenta de crítica hacia ciertos comportamientos. De ahí que Murieron con las botas puestas no sea un biopic propiamente dicho, como tampoco lo son Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962) o Braveheart (Mel Gibson, 1995), más bien sería como estas crea espectáculo y sigue la evolución del protagonista, sus andanzas, las del joven cadete de West Point que se convierte en leyenda durante el famoso enfrentamiento contra los Sioux en la batalla de Little Big Horn.


El joven Custer (Errol Flynn) entra en la academia militar con aires de grandeza, arrogante, convencido de poder emular a la figura del general Murat, el más grande de los oficiales napoleónicos. Es por aquel entonces cuando el joven cadete muestra su personalidad indisciplinada, impulsiva, valerosa, ostentosa y egoísta, un carácter que le impulsará a desobedecer las órdenes de Ned Sharp (Arthur Kennedy) en su primera misión durante la Guerra de la Secesión, una acción que le reportará su primera medalla y, lo que es más importante para él, la gloria. Raoul Walsh expuso la historia de su Custer en tres partes claramente diferenciadas: West Point, la Guerra de la Secesión y la creación del Séptimo de Caballería. En la primera parte lo presenta como el más indisciplinado de los cadetes que ha tenido la academia militar, así como muestra su personalidad y los ideales que persigue, al tiempo que se presenta a Elizabeth Bacon (Olivia de Havilland), su futura pareja, y a tres personajes que seguirán apareciendo a lo largo del film; todos ellos vitales en los hechos que rodean al mítico militar. El general Sheridan (John Litel) le ofrece su primera oportunidad; el comandante Taipe (Stanley Ridges) no tolera a Custer, pero por error le nombrará teniente general y como consecuencia le brinda la oportunidad de convertirse en leyenda en la batalla de Hanover, fundamental para el devenir de la contienda; y Ned Sharp (Arthur Kennedy), cadete, oficial y posterior empresario que se convertirá en pieza clave de los hechos que provocan la revuelta de los Sioux.


Así pues, Murieron con las botas puestas se muestra como un film sin fisuras en su evolución, que se va desarrollando mediante un ritmo exquisito en el que la canción Garry Owen juega un papel fundamental en su parte final, una canción que Custer convierte en el himno del regimiento que ha creado a partir de un puñado de indeseables con quienes alcanzará la gloria o lo que él supone tal. Sin embargo, Walsh no pretende ensalzar la figura del general, sino que también expone sus defectos, de modo que se descubre un egoísmo que le obliga a anteponer al ejército por encima de cualquier otra circunstancia, incluso la mujer que le ha dado todo; este hecho no se le escapa a Elizabeth quien observa como su marido se autodestruye tras la conclusión de la Guerra de la Secesión y su reincorporación a la vida civil. Esa necesidad vital de su marido la obliga a acudir a Washington para solicitar, rogar, que le reincorporen a filas y que permitirá a Custer regresar al único sitio donde se siente pleno: el ejército. La aventura, el humor, la épica y el romanticismo forman parte de esta magnífica producción que consigue captar la atención sin llegar nunca a aburrir, porque lo que expone es una buena historia que gira sobre la figura de Custer, pero que no se deja arrastrar por sus logros sino que prefiere mostrar al general dentro del entorno que gestó su mito, una época en la que hombres como Ned Sharp, Taipe y William Sharp (Walter Hampden) pretendían enriquecerse aunque para ello tuviesen que urdir mentiras para romper el tratado de paz firmado entre el gobierno y Caballo Loco (Anthony Quinn), el jefe sioux que comprobó como la avaricia de esos hombres de negocios provocaron una lucha que Custer había advertido ante su consejo de guerra, un juicio provocado para alejarle de Fort Lincoln y del Séptimo de Caballería, el regimiento con el que alcanzó la prioridad motora de su existencia: su idea de gloria.

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