lunes, 21 de noviembre de 2011

El tren (1964)


La década de 1960 fue la más fructífera para John Frankenheimer. Durante este decenio ofreció varias lecciones de cómo generar tensión y mantenerla hasta el final. El tren (The Train, 1964) es una de esas grandes muestras y, aunque no asuma la apariencia de thriller de Siete días de mayo (Seven Days in May, 1963) o Plan diabólico (Seconds, 1966), no pierde de vista la acción de dos fuerzas opuestas que apenas se desequilibran durante su metraje. Frankenheimer desarrolla la acción en los últimos instantes de ocupación alemana en Francia. En ese momento, París es declarada ciudad abierta y el ejército alemán se prepara para abandonarla, consciente de que no puede frenar el avance aliado. La liberación es cuestión de tiempo y El tren nos acerca a ese amanecer deseado por los franceses, a un principio que el responsable de El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962) inicia en la nocturnidad del 2 de agosto de 1944, en las inmediaciones del museo Jeu de Paume. En su interior, el coronel von Waldheim (Paul Scofield) y la señorita Villard (Suzanne Flon) intercambian impresiones sobre el tesoro artístico que todavía luce en sus paredes. Hablan de las pinturas, de su incalculable valor. La encargada muestra gratitud y alivio porque los cuadros han sobrevivido a la guerra, o al menos así lo cree hasta que ese oficial ordena saquear la galería. Los soldados descuelgan y encierran en cajas de madera lienzos de Gauguin, Renoir, Picasso, Van Gogh, Manet, Miró, Cezanne, Matisse y otros grandes genios pictóricos. Esas pinturas son irrepetibles e insustituibles, pero ¿valen la vida de tantos hombres? ¿Valen la de uno solo de esos individuos que se arriesgarán porque aceptan la idea de que las pinturas son la <<gloria de Francia>>? ¿Se trata de Arte o de ideales que transcienden lo artístico? Frankenheimer introduce preguntas similares cuando centra su atención en aquellos a quienes dedicó El tren, ferroviarios cuya lucha, entrega y sacrificio, entorpecen los transportes alemanes. No son Picassos ni Renoirs; son hombres corrientes y a la vez especiales que, como Labriche (Burt Lancaster), Didont (Albert Remy), Pesquet (Charles Millot) o Papa Boule (Michel Simon), se enfrentan al invasor en las sombras, saboteando en su trabajo.


Inicialmente, el grupo formado por Labriche contaba con dieciocho miembros, pero, cuando la señorita Villard se presenta para solicitar su ayuda, solo quedan tres. Saben que aún no es tiempo de llorar a los amigos caídos; comprenden y aceptan que todavía se les necesita para retener trenes de armas y tropas que, gracias a ellos, podrán ser bombardeados por la aviación inglesa. Pero no están dispuestos a morir por el tren de las pinturas de las que habla la cuidadora del museo, un tren que no transporta destrucción, sino creación. Labriche no entiende de arte, pero sí valora las vidas y la libertad, por eso se niega a sacrificar a sus hombres. Para él carece de sentido ofrecer vidas humanas a cambio de una o de mil telas, sean cueles sean sus firmas, que ni valora ni le importan, que no respiran, que solo son objetos, por muy especiales que puedan ser para Villard. Este pensamiento lo opone al coronel y a la obsesión que padece. Von Waldheim supedita cualquier circunstancia, interés o persona, a su prioridad personal, aquella que le decide a incumplir órdenes, a mentir y a castigar a presuntos saboteadores, mostrándose cruel e irracional. Solo tiene en cuenta la idea que antepone a cualquier existencia humana, pues, según su opinión y la de la señorita Villard, las pinturas son insustituibles. Aunque son diferentes, el oficial y la cuidadora han escogido el arte a la vida. Lo que ignoran, y Labriche comprende, es que la vida también es insustituible. ¿Qué es prescindible y qué no lo es? El tren introduce perspectivas antagónicas, introduce la elección entre obras pictóricas u hombres, los mismos que aceptan sacrificarse para que <<el orgullo de la nación>> no abandone suelo francés. Ese <<orgullo>>, o suma de ideales heredados de la revolución de 1789, y no el Arte empuja a Papa Boule a tomar su decisión. El viejo maquinista no reconoce el nombre de los pintores, tampoco conoce sus obras, pero da el paso al hacer suyas las palabras que le han susurrado: <<transportas el orgullo de Francia>>. Papa Boule nada sabe de Arte, pero reflexiona sobre la humillación y el sometiendo al que han sido sometidos. Él ha decidido que existe algo más importante que su vida y, en consecuencia, actúa -es el primero en sabotear el tren de las pinturas- y retrasa el transporte, empleando un par de monedas que lo delatan. Una muerte más que añadir a la lista de compañeros caídos y un gesto que convence a ferroviarios, maquinistas, jefes de estación y otros empleados para actuar; aunque, como Labriche, no lo hacen por las obras de arte, sino por el sacrificio de los "Papa Boule" y la liberación de Francia. A partir de ese instante, el duelo entre Labriche y el coronel alemán cobra mayor protagonismo, al enfrentar a dos hombres cuyas ideas difieren como el día y la noche, pero que coinciden en su disposición total para llevarlas a cabo. La tensión se adueña de la historia, en escenas tan logradas como el trayecto circular con el que engañan a los soldados alemanes que viajan en el tren o aquella en la que los trabajadores pintan los tres primeros vagones para que el transporte sea reconocido por la aviación aliada. Aunque se etiqueta dentro del género bélico, El tren funciona mejor como thriller, trepidante, que no disminuye la acción de las fuerzas que opone, ni siquiera en los momentos íntimos durante los cuales Labriche comparte la tristeza y los temores de Christine (Jeanne Moreau), la mujer que lo encubre, a pesar de que su complicidad puede costarle la vida, como también les puede costar a los hombres que el coronel, obsesionado por "sus" pinturas, emplea de escudos humanos para proteger "su" locomotora.

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