domingo, 23 de octubre de 2011

La vida es bella (1997)


Imaginativo, generoso, rico en ardides y repleto de sorpresas, el personaje que
Roberto Benigni asumió en su personal visión del holocausto, y de la época que lo precedió, ama la vida y la moldea a su gusto. Aprovecha cuanto observa para sorprender y dar emoción a su existencia, también a la de Dora (Nicoletta Braschi), que se convierte en su princesa por una casualidad inexistente en la película, pues todo lo que sucede antes tiene un propósito para después: ser parte que encaje en una escena posterior y permita la fabulación y el juego propuesto por el cineasta italiano. Todo encaja en su fábula, porque, como cualquier fábula, no es real. No tardamos en darnos cuenta, porque no lo oculta. Es la sublimación de la realidad o, mejor, la fuga hacia la ensoñación que, junto al amor y el engaño, el film asume como protección de la inocencia contra la barbarie. De ese modo, la fantasía intenta ocultar el horror y se transforma en el eje que conduce La vida es bella (La vita è bella, 1997) hacia el escapismo, hacia su victoria agridulce, pero vital. La vida vence en la propuesta de Benigni, aunque a un coste elevado, porque solo se centra en una: la del niño (no en el resto de vidas, las de los muertos y las de los supervivientes). El ilusionista Benigni se presenta ante nosotros cual pícaro de cierto aire chaplinesco y discípulo bufo de Odiseo, más que de Schopenhauer, llegando al pueblo donde encuentra el amor, pero también el odio que asoma en pinceladas coloristas y, ya en el campo de concentración, su tono será gris. Guido (Roberto Benigni) cree en la vida, en el amor a primera vista, en la belleza. Para él todo es posible porque, como anuncia una voz al principio del film, su historia es una fábula y, como tal, existe dolor, pero también momentos alegres y hermosos. Es su fantasía, su universo paralelo, el que regala a su hijo.


Lo dicho sobre la fantasía y la evasión de la realidad lo confirma la primera parte de
La vida es bella, que transcurre en 1939, en un pueblo italiano donde el fascismo aparece en un plano secundario y desde una perspectiva divertida, porque Guido/Benigni así lo quiere: accidentalmente, arroja una maceta sobre funcionario fascista, quien instantes después, también por despiste, se pone el sombrero y aplasta sobre su cabeza los huevos que el alegre bufón ha puesto dentro del complemento; o cuando no duda en suplantar en la escuela del pueblo al inspector enviado desde Roma y exponer su particular visión de la superioridad de la raza italiana. En tal escena, ante la creciente admiración de los niños, el ilusionista demuestra que dicha superioridad solo existe en la broma, lo demás es fruto de la majadería de ideólogos y científicos racistas a quienes habría que examinarles el ombligo, para comprobar si los suyos son tan perfectos como el que muestra Guido, en quien se descubre que las cuestiones ideológicas y políticas carecen de importancia. Su motor vital es el amor. Desea saludar, sorprender y hacer el amor a su princesa; sonreír al mundo y hacerlo un espacio más luminoso. Para Guido, ella es el principio y fin de ese mundo que perfeccionan con la aparición de Giouse (Giorgio Cantarini) en un tiempo posterior al que se accede mediante la elipsis en la que Dora traspasa la puerta del vivero —da la espalda a una vida aburrida, llena de ignorancia y prejuicios y abrazando una existencia más luminosa con quien posee la llave de su corazón— para segundos después ver al hijo de ambos atravesando el mismo marco por donde su madre acaba de desaparecer. Son unos cinco años en la historia de amor de Dora y Guido. Y durante ese periodo omitido, nada ni nadie ha podido entorpecer su idilio y la fantasía que ha dado su fruto: el pequeño Giouse, un niño espabilado, inocente, feliz. Sin embargo, su inocencia está amenazada por la presencia de las tropas alemanas, por los fascistas y por la persecución que sufren los judíos, aunque Benigni se abstiene de insistir en ello, quizá porque durante el tiempo omitido, Guido crease un escudo protector alrededor de ellos. Pero ese momento de opresión, barbarie y sinsentido les alcanza y provoca un cambio de rumbo en la fábula de La vida es bella, pero no en el protagonista adulto, que continua empleando a fondo su imaginación, su ingenio y su valor, ahora para ocultar al niño la realidad que les golpea en el tren de deportados y en el campo de concentración.


La fabulación
se traslada a un campo de muerte donde, el vendedor de ilusiones aleja la desolación, pues Guido no está dispuesto a permitir que su hijo descubra la barbarie a la que han sido condenados. Para lograrlo, decide engañar y disfrazar cuanto les rodea y mostrarlo a ojos de Giosue como un juego. Así le permite esperanza; y así defiende la inocencia del niño, que duda entre las imágenes que observa y la versión de las mismas que le ofrece ese genio que disfraza la realidad a su antojo, para proteger la mente, la infancia y la vida de su hijo. La contraposición entre la realidad y la visión que Guido-Benigni resulta demoledora, al enfrentar la realidad conocida con una fantasía imposible, salvo para el niño. Al asumir la responsabilidad de protegerlo a su hijo, la historia cobra un carácter a la vez tierno y desgarrador, centrada en ese rostro infantil que no comprende y en el sacrificio de un padre que desea que no llegue a comprender. Esa segunda parte, la que desarrolla en el campo, apenas se ocupa de Dora, salvo en tres escenas donde su rostro y su mirada hablan por ella. A pesar de esa disminución en su protagonismo, Dora también es la imagen desgarradora de quien, tras forzar su detención para poder estar al lado de los suyos, no encuentra más que desesperanza y miedo. Pero el ilusionista no se olvida de ella ni de sus encuentros fortuitos, aunque ahora son a distancia, que le animan a no perder la esperanza de que la vida es bella, como bella lo había sido y bella volverá a serlo.



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