sábado, 15 de octubre de 2011

Juegos prohibidos (1951)



En la que posiblemente sea la película bandera de su filmografía,
René Clément, a través de los ojos de los dos pequeños protagonistas, no abandona el realismo de anteriores trabajos. Lo llena con poesía, pureza, ignorancia y humor negro. El cineasta no es sensiblero al acercarnos el enfrentamiento entre el mundo adulto y el infantil. Es sensible, pero implacable en su retrato de la inocencia, de la guerra, de supersticiones, rivalidades y rencillas, de un mundo que permanece al margen del conflicto bélico, pero que presenta sus propios conflictos. El entorno es al tiempo humano e inhumano, insolidario, violento, amenazador, y novedoso para Paulette (Brigitte Fossey), una niña de cinco años que lo ha perdido todo, aunque todavía no es consciente de ello. La pérdida le llega sin avisar, de un modo brutal y desgarrador. Es consecuencia de la guerra que Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) muestra en sus compases iniciales, cuando el éxodo de cientos de familias es la realidad de la que Paulette y sus padres forman parte. Los ataques aéreos no discriminan, ni diferencian entre soldados y civiles; tampoco tienen en cuenta la edad de aquellos a quienes castiga. Nada de esto tiene cabida en la mente de la pequeña, cuando presencia la muerte de sus padres en un puente en algún lugar de ninguna parte. Sola, sin saber qué sentido darle a la muerte, deambula por entre los destrozos provocados durante el ataque, nadie se fija en ella, salvo el matrimonio que la recoge y le quita el perro que ella abraza, porque ha prometido cuidarlo. Ahora su mascota flota sobre las aguas del río y ella escapa en su busca. Sabe que está muerta, porque así se lo ha dicho la señora, pero ¿qué es la muerte? Paulette lo ignora y continúa caminando en busca de su perro. Ya con ella en brazos, deambula sin rumbo hasta que se encuentra con Michel (Georges Poujouly), algo mayor que ella, quien le ofrece un nuevo hogar. Le ofrece cariño y aceptación, le ofrece una nueva familia, los Dolle, aunque hay algo que no encaja en su perspectiva infantil. Quizá sea la ausencia de sus padres o quizá el descubrimiento de un crucifijo que la señora Dolle dice que es Dios, porque es su única manera de entender, de dar aspecto físico a una idea que, en su invisibilidad, escapa a su comprensión. Mientras la niña intenta asimilar en silencio el entorno, simpatiza con Michel y sus lazos se fortalecen. Ambos se reconocen, se necesitan y se complementan. Esto no sucede con los adultos, cuestión que Clément expone de manera explícita. El cariño que Michel siente hacia su nueva amiga es desinteresado, comprensivo, generoso, hasta tal punto que mienten, reúne cadáveres de animales o roba crucifijos con tal de contentar a esa niña a quien la guerra de los adultos ha despojado de amor y de protección. Paulette sufre su carencia sin ser plenamente consciente, pero no es la única que vive en la ignorancia. La suya es fruto de su inocencia, mientras que la adulta es suma de creencias y miserias, una suma que la niña observa en su nueva cotidianidad, durante la cual empieza a tener contacto con abstractos como pérdida, muerte o religión. Antes de su encuentro con los Dolle, se abraza a su perro muerto; esa cercanía la protege de su soledad, de dudas y miedos que aún inexistentes para ella, pero que asomarán en su contacto con los adultos y con las cruces que empiezan a obsesionarla. Cuando entierra a su mascota no quiere que se encuentre sola, quizá pensando en su propia soledad o en la de sus padres, y Michel la comprende. En su generosidad, él roba para ella cuantas cruces y crucifijos encuentra en su camino; así podrán construir un cementerio de animales donde el perro de Paulette no estará solo. El rostro de la niña refleja inocencia, sufrimiento, soledad, extrañeza, pero los adultos son incapaces de ver más allá de sus limitaciones. No la comprenden, porque ni siquiera se plantean intentarlo. Solo el niño tiene acceso a ella; la quiere y la ayuda, porque él sí es consciente de la realidad de su amiga, la realidad de una infancia castigada por un entorno adulto mezquino, egoísta e insolidario.

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