domingo, 4 de septiembre de 2011

Tiempo de amar, tiempo de morir (1958)



Las adaptaciones más famosas de novelas escritas por 
Erich Maria Remarque hablan sobre la perdida de la inocencia en las guerras, donde el tiempo para la muerte, y su absurdo, dominan sobre el tiempo para la vida. Tanto en Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, Lewis Milestone, 1931) como en Tiempo de amar, tiempo de morir (A time to Love and a Time to DieDouglas Sirk, 1958) queda claro que el conflicto armado es un conflicto inútil en el que solo vence la destrucción de la vida. La primera inicia su acción presentando a un profesor que manipula las mentes de sus alumnos, para que se alisten en el ejército y defienda su idea de la patria que les permitirá alcanzar un gloria inexistente, salvo en la mente del maestro y otros muchos como él, pues su lugar lo ocupan destrucción y muerte. En la segunda, también hay un profesor —interpretado por el propio Remarque—, pero es uno totalmente distinto, contrario a los totalitarismos, desencantado y ajeno a esas ideas que solo conducen a la destrucción que impera tanto en el frente como en la retaguardia. Cierto que las guerras expuestas son diferentes, pero hay algo que las iguala. En la película de Douglas Sirk, el protagonista masculino, Ernst Gracher (John Gavin) no tiene que esperar para comprenderlo. Lo vive en el frente ruso, donde la cotidianidad, la única que puede existir en tiempo de guerra, es la de convivir con la muerte, quizá a la espera indeseada de ser el siguiente. El repaso de la lista de compañeros caídos, la nieve, la retirada, las órdenes de fusilar a civiles o el suicidio del joven soldado que no puede soportar el haber formado parte del pelotón son hechos que delantal la ausencia de esperanza, pues todo apunta a muerte. Tanto Ernst como los soldados de su compañía sobreviven desmoralizados, conscientes de que nada les queda por hacer en una guerra que se les escapa, pero que no les deja escapar. No hablan de las falsas promesas y el engaño que los condujo a la situación en la que se descubren (no se muestra de manera explícita como sí ocurre en el film de Lewis Milestone), pero se manifiesta en sus rostros, en la presencia del soldado nazi y, con mayor claridad durante las tres semanas de permiso. Sin embargo, no deben caer en el derrotismo, no pueden decir que el ejército alemán se encuentra hundido, sin esperanzas y harto de una contienda que quizá les proporcione un final bajo la nieve. Ernst se muestra cansado, harto de la situación inhumana, de cuanto observa, de cuanto hace; de ahí que necesite, ansíe, el permiso que le permita recuperar parte de la humanidad que se va perdiendo cada día, con cada experiencia en el frente, con cada orden de formar parte del pelotones de fusilamiento. Tras mucho tiempo combatiendo, por fin llega la noticia de un paréntesis de tres semanas alejado del infierno blanco que pretende olvidar. Pero cuando llega a su ciudad natal descubre que la guerra no elige, sino que afecta a todos por igual. La ciudad que recordaba ya no existe, su lugar lo ocupan los escombros y la miseria, la desesperanza y la búsqueda sin esperanza de los seres queridos que han desaparecido. No tener noticias de sus padres le impulsa a recorrer, sin descanso, las numerosas e inútiles oficinas que no pueden proporcionar calma a sus inquietudes, sin embargo en medio del caos, la muerte y la desgracia, descubre algo hermoso, un rayo que ilumina una existencia desengañada y perdida. Elizabeth (Lilo Pulver) se convierte en su razón de ser, del mismo modo que él lo hace para ella.


En el frente, solo existe el frente. Es tan simple como eso. Lo que quiero decir es que no hay tiempo para saber de casa o pensar en las personas amadas. De hecho, solo hay tiempo pata sobrevivir, para matar o morir. Esto lo confirman los primeros minutos en el frente oriental, y se reafirma con los primeros
  pasos de Ernst por su pueblo, cuando llega de permiso después de dos años de campaña ininterrunpida. Dice que nada ha cambiado, piensa que allí la guerra no ha llegado, hasta que dobla la esquina y descubre los edificios destruidos por los bombardeos aliados. En casa, ya no piensa en el frente. No desde su mente la ocupa el encontrar a sus padres y, tras su encuentro con Elizabeth, en el amor.
 Son dos jóvenes que nada tienen que perder, salvo el tiempo que les queda, por ese motivo no resulta extraño que su amor sea intenso e inmediato. El tiempo de amar ha llegado para ambos, así como el tiempo de morir les amenaza constantemente en forma de bombardeos y de los peligros creados por un régimen opresivo en el cual nadie puede formular sus ideas u opiniones. Elizabeth y Ernst descubren el daño que ese gobierno y las gentes que lo apoyan han provocado en sus vidas, en las de todos, al tiempo que cuentan los minutos que separan el amor de la muerte. El melodrama bélico realizado por Sirk habita en los dos tiempos del título, pero esos abstractos temporales no existen aislados, sino en la realidad global de la guerra que afecta en el frente y en el hogar. La diferencia es el sentimiento, la posibilidad, la cercanía de la vida que significa poder amar y sentirse amado. Y esa posibilidad, la ilusión del amor que vence a la muerte y a la sinrazón, es real para la pareja. Les protege, les regala esperanza y sueño, ante una situación que les regala el instante de amar y, concluido, depara la distancia física y que los triunfos vuelvan estar en mano de la muerte, en el frente desesperanzado donde se inicia y cierra Tiempo de amar, tiempo de morir; un lugar donde el amor es, al final del film, la realidad deseada, añorada, pero también es el reflejo cristalino del tiempo de amar que escapa.

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