martes, 6 de septiembre de 2011

Ordet (La palabra) (1954)



La historia del cine sería muy distinta sin cineastas como Carl Theodor Dreyer, el director danés por excelencia, el mismo que logró rodar el alma de sus personajes en los primeros planos de La pasión de Juan de Arco (1927) o en el encierro de Ordet (1954), en su ritmo lento, prácticamente cercando a sus protagonistas en un mismo escenario donde recrea el drama que se inspira en la pieza teatral escrita en 1925 por Kaj Munk y que, en 1943, ya había servido de inspiración al director sueco Gustav Molander; cuya adaptación, protagonizada por Victor Sjöström, se desarrolla anterior y posterior a la locura de Johannes. <<Había que respetar la obra y, a la vez, alejarse de ella. Había que tener siempre presente el espíritu que Kaj Munk quería para su obra e intentar expresarlo en la película, pero también había que recordar que Kaj Munk escribía para el teatro y que el teatro tiene leyes diferentes a las del cine>>.1 Dreyer se puso manos a la obra, la comprimió, limpió y purificó hasta alcanzar la esencia que cobraría cuerpo cinematográfico en los movimientos de cámara, en el espacio, en la iluminación de interiores y exteriores, en las sombras, en silencios y voces que hablan de amor y de fe —<<la certeza interior que anticipa la infinitud>>,2 según Kierkegaard—, de su pérdida y tenencia —ninguno de los personajes tiene ni comprende la fe que, en su locura, profesa Johannes, una en esencia pura y, quizá, por ello, suene fanática—, de dos conceptos religiosos que se enfrentan, de dos padres de familias, de ideas inamovibles, de maneras de entender el cristianismo que cada uno de los patriarcas sienten verdaderas. Ambos se oponen a la relación que desean mantener sus dos hijos, sin embargo, no vamos a presenciar una tragedia romántica, sino un drama existencial en el que se plantea la irracionalidad de toda fe, pues escapa a la razón, y la racionalidad de la ciencia, en la presencia del doctor; así como el enfrentamiento precipitado por la intolerancia disfrazada de fe o por la fe que se transforma en la intolerancia que domina las mentes de los patriarcas, las cuales se ven incapacitadas para aceptar las diferencias que existen entre sus pensamientos y creencias.


Los cabeza de familia se muestran contrarios, son extremistas y se desean lo peor —Petersen desea la muerte de Inger para que Borgen sufra y, así, desde el dolor, tenga acceso al “verdadero” cristianismo—, aunque no por odio, sino porque consideran que es la única vía que existe para que el otro comprenda el error que atribuyen a su prójimo, lo cual indica su irreflexiva interpretación de La palabra —la que Johannes apuntan con su presencia y que su verborrea no deja de repetir que se ha perdido o que estos hombres han olvidado su significado. ¿Qué palabra?
Ordet muestra la perdida de alegría en los personajes, pues parece que no viven, o no piensan en la vida, sino en la muerte. Se han convertido en esclavos de lo que ellos consideran su verdad religiosa, la que les obliga a permanecer impasibles ante los hechos que se producen, como si todo fuese obra divina, pero ya sin creer en más divinidad que aquella a la que dan forma en su pensamiento. Incluso, el patriarca Borgen, quien asegura defender un modo de entender la fe desde la alegría, se muestra oscuro, pesimista, infeliz. Los personajes de Dreyer no sonríen, no disfrutan de una existencia luminosa, aunque Borgen asuma que su fe es <<alegría de la vida>> y <<calor vital>> —y la de su rival, <<frialdad de muerte>>—, pues están sometidos a <<Dios nos da, Dios nos quita>>, condenados por su rígida interpretación de estas y de otras palabras, que ya solo son costumbre. Unicamente el doctor y Johannes creen realmente: el primero, hombre de ciencia, cree en los milagros, aquellos que se derivan de la ciencia misma, y Johannes, el hijo que ha perdido la razón, también cree, pero en otro tipo, los que se producen a través de la palabra que asume olvidada por los hombres. La atmósfera, densa y opresiva, parece indicar que Ordet no es una película hecha para disfrutarla, sino para sufrirla del mismo modo que sufren los personajes que se arrastran por sus planos, individuos que han olvidado la palabra, puede; pero quizá lo que hayan perdido sea la capacidad de aceptar y equilibrar las luces y las sombras de su humanidad.


1.Carl Theodor Dreyer: Reflexiones sobre mi oficio (traducción Nuria Pujol i Valls). Paidós, Barcelona, 1999.
2.Sören Kierkegaard: El concepto de la angustia (traducción de Demetrio G. Rivero). Alianza Editorial, Madrid, 2007.

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