martes, 6 de septiembre de 2011

La guerra de los mundos (1952)



Durante la década de 1950 se produjo una prolífica sucesión de títulos de ciencia-ficción de
serie B, circunstancia que podría encontrar parte de su explicación en la situación real que se vivía por aquellos años de guerra fría. A la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, económica y políticamente, el globo terráqueo se dividió en dos grandes bloques: el capitalista y el comunista. Esta nueva división política y mercantil, que no era tan novedosa, provocó un largo periodo de incertidumbre y desasosiego, de enfrentamientos en la sombra y en puntos localizados del globo, que se inició hacia finales de la década de 1940. A principios de los cincuenta, las dos superpotencias destinaban buena parte de sus presupuestos a la construcción masiva de armas y a las investigaciones de nuevas tecnologías que superasen a las del rival. El desarrollo de armas de destrucción masiva, y la posibilidad de aparatos hasta entonces imposibles —cohetes espaciales, misiles intercontinentales, aviones supersónicos y abrelatas eléctricos caseros—, provocó que la población viviese una especie de terror silencioso, a la espera de que un conflicto atómico-nuclear arrasara el planeta. Quizá debido a ese miedo generalizado, La Guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1953), al igual que otras producciones similares, recree una invasión destructiva a gran escala, incluso a escala planetaria. El enemigo viene de fuera y no llega para hacer amigos: son extraterrestres, en este caso marcianos que no saludan, no preguntan, no hablan, tan solo pretenden destruir a la humanidad y apoderarse del planeta. ¡Confirmado! Orson Welles ya lo había advertido por la radio y, años antes que el cineasta lo vocalizase alarmista, el escritor británico H. G. Wells ya lo había escrito. ¡Unos terribles y violentos seres de otro planeta han llegado a La Tierra para arrasarla! La población no sabe qué pensar, pero no hará falta que piense, no vaya a aprender a hacerlo, ni que aguarde demasiado, pronto descubrirá las intenciones de los visitantes. ¡Pánico! ¡Gritos! ¡Desesperación! ¡Impotencia! ¡Incertidumbre! Todo se convierte en caos y aniquilación, sin que nada puedan hacer las tropas estadounidenses y sus modernos equipos, o lo que ellos consideran moderno, puesto que los avances tecnológicos del invasor son más complejos y mejor desarrollados. Pero, atención. Aún hay esperanza. De entre todos los humanos la cámara se centra en el doctor Forrester (Gene Barry), él es el tipo listo, el experto en armas atómicas y el eminente científico; él los detendrá, si encuentra el punto débil del enemigo. Sin embargo, la debilidad que descubre es la suya, pues se ha enamorado de Silvia (Ann Robinson).


Mientras Byron Haskin esboza la historia de amor de estos personajes, el ejército estadounidense es destruido, y las escasas tropas que han sobrevivido se repliegan, lo mismo sucede en otros países; resulta curioso que no se nombre a ninguno del otro lado del telón de acero, omisión que lleva a pensar que los marcianos son selectivos a la hora de atacar. Por esa manía de seleccionar al territorio norteamericano como principal damnificado a la hora de un ataque extraterrestre, Los Ángeles vive una experiencia cinematográfica que sufrirá en otras ocasiones. ¡La ciudad se encuentra amenazada! ¡El caos se desata en las calles! ¡La población ha perdido el norte! ¡Sálvese quien pueda! Necesitarían a un tipo como Will Smith para sentirse seguros, pero por desgracia para ellos el héroe de Independence Day (Roland Emmerich, 1996) todavía no es proyecto de embrión. Pero quien sí está es Forrester, en quien también habita un esbozo de héroe; este tipo no desiste y, aunque no pertenezca a la resistencia de V, mantiene la esperanza de poder descubrir esa debilidad marciana que permita a la humanidad sobrevivir un día más. La novela homónima escrita por H. G. Wells —que empeñaba la ciencia-ficción para apuntar y criticar otro conflicto de la realidad— fue una de las madres de este tipo de producciones, y la inspiradora para la película de Haskin, cuya acción se traslada a California en los primeros años cincuenta del siglo XX; donde una pequeña población descubre un meteoro que no lo es, pues es otra cosa: una nave marciana diseñada por un equipo artístico que carecía de presupuesto y de tecnologías que le permitiesen hacer realidad muchas de sus ideas, y que sin embargo realizaron un trabajo sensacional que ayudó a que La Guerra de los Mundos de Byron Haskin y George Pal (en labores de producción) se convirtiese en una película con encanto, y una excelente muestra de la ciencia-ficción anterior a 2001, una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) y a otra guerra muy famosa, desarrollada en una galaxia muy, muy lejana que permitiría a la humanidad relajarse y tomar unas cuantas palomitas mientras disfrutaba contemplando una lucha que se trasladaba a otros planetas, sin tener la sensación de que los extraterrestre viniesen de detrás del telón de acero.

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