miércoles, 10 de agosto de 2011

Rocky (1976)


Existen películas que se mitifican más allá de su calidad, y Rocky 
es un claro ejemplo de cómo un film medio, sin excesivas virtudes ni grandes defectos, puede convertirse en un éxito de público y en un imán para atraer premios —los cuales no determinan ni premian la calidad de lo premiado, sino, más bien, se conceden a aquello que encaja en la perspectiva de quien premia—. Y lo fue porque presenta el sueño americano que cualquier individuo anónimo puede alcanzar, algo que en realidad sería más complejo que lo expuesto por John G. Avildsen en esta producción más cercana a las comedias de Frank Capra que al cine pesimista y crítico dominante durante la década de 1970, dentro del cual se encuentran títulos menos complacientes y más interesantes como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o Network (Sidney Lumet, 1976), por citar dos producciones a las que la película escrita por Sylvester Stallone “venció” en la ceremonia de los Oscar de 1976. El optimismo y la sensiblería forman parte de la historia de Balboa (Sylvester Stallone), un hombre de la calle a punto de aceptar que su futuro como boxeador no existe más allá de sus peleas locales y de la edad que empieza a cerrarle las puertas de un éxito que sospecha nunca conseguirá. Pero ese sueño casi inalcanzable llama a su puerta en forma de un combate que le enfrenta a Apollo Creed (Carl Weathers), el campeón mundial. Pero ¿cómo es posible pasar de ser un don nadie a luchar por el título mundial? ¿Por qué lo han escogido a él y no a otros mejor preparados? ¿En qué país podría suceder algo así? En Nunca Jamás o en el País de las Maravillas, aunque no en el país del amargado Stoker Thompson de Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949) o del perdedor interpretado por Stacey Keach en Fat City (John Huston, 1972), películas más sinceras y respetuosas con la inteligencia de aquellos espectadores que no se dejan manipular por las imágenes que se muestran a lo largo de la historia de este Juan Nadie a quien le regalan la ocasión para dejar de serlo. Y Bienvenida sea.


En Rocky
, el personaje interpretado por Stallone se presenta desde la ingenuidad e inocencia con la que encara la oportunidad de su vida. Se dedica en cuerpo y alma a su entrenamiento, en una sucesión de escenas montadas a ritmo de la música compuesta por Bill Conti en las que se le observa convencido de que él puede vencer. Este sería otro de los puntos claves del éxito de la película, la lucha de un hombre contra el medio y contra sí mismo. Ese afán de superación, que tantas veces se ha visto en la pantalla, lleva a Rocky a competir de tú a tú con el vigente campeón en este título de supuesta superación y de anhelos frustrados que, de la noche a la mañana, dejan de serlo. Pero antes, Balboa debe superar sus miedos y sus limitaciones mientras intenta comprender los consejos de su entrenador (Burgess Meredith). Corre por las calles, golpea un buen solomillo y un chuletón, sube la escalera más famosa de Philadelphia y alcanza la cima, donde alza sus brazos y ofrece su versión de soy el rey del mundo”. Pues vale, el nuevo rey ha nacido, aunque para alzarse con la corona tiene que vencer a un púgil definido por los tópicos, mil veces vistos en pantalla, y que ha perdido ese no sé qué que sí posee la cenicienta del boxeo salida de la calle. Para dotar al protagonista de mayor humanidad y a la historia de gancho emotivo, se añade el romance entre dos seres supuestamente marginales, el luchador y la tímida Adrian (Talia Shire), pero esta relación resulta igual de artificial que la escalada hacia el triunfo, aquel que le permite sentir que ha hecho algo grande en su vida. Analizada con severidad y detenimiento, Rocky no deja de ser un espectáculo al servicio de un fin loable como lo es entretener, pero el entretenimiento no debería implicar que la interioridad de ese aspirante frente a su entorno, a sus rivales y a sí mismo, resulte poco creíble, quizá porque la perspectiva escogida por Avildsen y Stallone sea menos honesta que las narrativas más reflexivas, crudas y sinceras de Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980), El ídolo de barro (ChampionMark Robson, 1949) o Campeón sin corona (Alejandro Galindo, 1945).

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