miércoles, 13 de julio de 2011

Los camaradas (1963)



El nacimiento de la clase obrera fue consecuencia de la revolución industrial y no a la inversa, como algunos todavía quizá crean. Esto quiere decir que, entre otras cuestiones, la industrialización no la produjo ni se produjo para beneficio de la masa obrera, la cual, como clase social, no existía hasta el éxodo de los campos y la llegada masiva de hombres y mujeres a los centros de producción adonde se trasladaban obligados por la necesidad, en busca de una oportunidad laboral que les alejase de la precariedad que habían vivido en su lugar de origen. A medida que los países se industrializaban, los centros fabriles elevaban sus chimeneas al cielo y ampliaban su superficie urbana con barracones donde se asentaba el proletariado. Era el llamado progreso, pero a veces no todos se beneficiaban de él. En Italia, en el siglo XIX, fue en el norte donde se produjo el desarrollo industrial, en ciudades como Turín; y al igual que en otros puntos industrializados, el mayor beneficiado era el patrón, que veía como las máquinas posibilitaban mayor producción en menos tiempo. Ahí, en ese Turín de finales del XIX, ubica Mario Monicelli su historia, pero no se ancla en el tiempo y su discurso transciende la época y el lugar geográfico que se muestran en la pantalla. Existe cierta ironía en 
Los camaradas (I compagni, 1963), una burla a una sociedad que piensa que los momentos como los que narra la película forman parte del pasado y que, en la actualidad, las condiciones son satisfactorias, ¿lo son para todos? El plano final de la película habla por sí mismo. ¿Qué ha cambiado? Ese es uno de los mensajes o interrogantes que subyace en la película de Monicelli, un film de carácter social que por momentos toma prestadas algunas de las características del neorrealismo, así como de la comedia italiana, creada entre otros por los autores del film (los guionistas Age & Scarpelli, y el propio Monicelli).

La lucha de clases de Los camaradas se ubica en ese espacio concreto, Torino, y en un tiempo identificado al principio del film, cuando los obreros y las obreras son oprimidas y explotadas por aquellos que las controlan. El miedo, la ignorancia y la falta de entendimiento entre estos trabajadores que tan solo pretenden sobrevivir, les lleva a aceptar condiciones laborales que rozan la esclavitud. De tal manera, el día a día de la gran mayoría resulta miserable, pero lo aceptan porque es el único medio que conocen para que llevar comida a sus hogares.

La jornada de catorce horas hace que los trabajadores de la fábrica se vean superados por el esfuerzo, hecho que se traduce en un número elevado de accidentes. Las colectas para ayudar a aquellos que pierden algún miembro durante la realización del trabajo es algo habitual, y empieza a ser una rutina intolerable. Esta serie de accidentes laborales desata las iras de los asalariados, y les convence para acudir ante los patronos y solicitar que reduzcan el número de horas a trece (una petición que sin duda no alteraría la producción de la fábrica, pero que sí cambiaría la imagen de un patrono que se mantiene por encima de sus trabajadores-esclavos). La negativa es rotunda, además de dejar claro que los accidentes no son por el número de horas de trabajo, sino por negligencias de los propios obreros. Ante esta increíble respuesta deciden reunirse para estudiar como afrontar los hechos. Durante la celebración del consejo se presenta, de improviso, un desconocido, el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroianni), e interviene en la reunión. Este extraño resulta ser un teórico perseguido por la policía, quien, con anterioridad, ya había alterado el orden público con sus ideas solidarias, con las que pretende fomentar la unión del trabajador para lograr unas condiciones de vida más dignas. El discurso en el que Sinigaglia arenga a la muchedumbre, para que no acepte regresar con las manos vacías, expone que no siempre la mayoría posee la razón, ya que muchas veces la esa mayoría no toma las mejores decisiones, sino las menos complicadas o las que permiten continuar con una vida que, aunque precaria y esclava, proporciona la mínima sensación de seguridad a la que se aferra porque teme perder lo poco que tiene.


Son 
el miedo y el egoísmo los que deparan insolidaridad, la cual no es más natural al ser humano que la solidaridad, solo que resulta más fácil, pues no exige un sacrificio que a simple vista, y a corto plazo, no depara beneficio para el sacrificado. En ocasiones, la desunión obedece a la aparente solución del sálvese quien pueda. Sin embargo, no es solución, la única que parece viable para una mejora general es la solidaridad, incluso para quienes la rechazan. No obstante, los compañeros en huelga se enfrentan a numerosas dificultades para resistir su pulso con la patronal. Siempre hay quien acepta el trabajo, aunque sea en prácticas laborales que acercan al obrero a un estado de semiesclavitud, pues las necesidades generan sumisión y borra la solidaridad. Es fácil ser solidario de boquilla y en la bonanza, en la que por ejemplo vive el director de la fábrica. La de los obreros de Los camaradas no es una postura política, sino de necesidad. <<Nosotros no somos rojos>>, le dice el personaje de Bernard Blier al director. Y no miente, pues nada saben de política, solo que son trabajadores que precisan mejores condiciones laborales que trabajar turnos diarios catorce horas sin descanso y sin seguro de accidente. Lo que ellos piden y por lo que van a la huelga tiene la finalidad de reducir la jornada a trece horas, con una de descanso, y un seguro que beneficie a los familiares de los trabajadores que fallezcan en accidentes laborales. Pero el patronato no está dispuesto y, para impedir el éxito de los obreros, sabe a quien debe atacar: al profesor, el idealista, teórico, el soñador que ha abandonado una vida cómoda y familiar por esas ideas que a veces califica de estúpidas.

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