martes, 28 de junio de 2011

La rosa púrpura de El Cairo (1985)


En uno de los guiones no rodados de Maiakovski, El corazón del cine, la protagonista de una película que se proyecta dentro de la película desaparece de la pantalla sin que nadie sepa a dónde ha ido. Esto provoca que no continúe la exhibición y que el resto de los personajes permanezcan a la espera de su regreso. Mientras, el público se impacienta, los empresarios salen a buscarla y ella aparece en el cuarto del pintor que, enamorado de la chica, dibujó el cártel promocional de un film que sufre las consecuencias de la ausencia. No resulta extraño encontrar similitud entre La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) de Woody Allen y el argumento de Maiakovski; pero, coincidencia o inspiración, como también puede serlo respecto a Buster Keaton y El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Junior, 1924), lo cierto es que las tramas coinciden al romper las barreras entre cine y realidad. Al igual que el poeta vanguardista ruso y la estrella del silente, Allen posibilita la conexión entre sus personajes de ficción y aquellos que habitan el mundo real, que el director neoyorquino ubica en la Gran Depresión, marco de desempleo y miseria, y en el interior de la sala donde Cecilia (Mia Farrow) se evade, fantasea y disfruta de "La rosa púrpura de El Cairo", el glamuroso estreno RKO filmado en un lujoso blanco y negro. Maiakovski no pudo rodar su propuesta, Allen, sí; y lo hizo con gracia y sin complejos, con amor nostálgico por aquellas películas que provocaron su pasión por el cine y evolucionando la conexión cine-realidad que ya había establecido en su obra teatral Play It Again, Sam —cuya versión cinematográfica, Sueños de seductor (Play It Again, Sam, 1972), corrió a cargo de Herbert Ross.


La filmografía de Woody Allen se impregna de ese amor por las producciones del Hollywood dorado: Sombrero de copa (Top Hat; Mark Sandrich, 1935), Casablanca (Michael Curtiz, 1942), las comedias de los hermanos Marx y tantos otros films hollywoodienses que habitan en su imaginario, en la evocación que invita a la fantasía, a la ensoñación y a aceptar la magia que hace suya en este y en tantos otros largometrajes. Quizás, debido a esa ilusión, no estoy ante un film de cine dentro de cine, contemplo sueños dentro del sueño soñado por un cineasta que fantasea cual niño que decide la aventura que vivirán sus muñecos o sus criaturas imaginarias, para así crear las distintas circunstancias e imprevistos que deparan el contacto entre la ficción cinematográfica y la realidad de la protagonista, un contacto que altera el orden de los empresarios, de los personajes de celuloide y de su público, que, como aquellos, se mantiene a la espera, mostrando curiosidad y un ligero reproche hacia la inactividad que observan en la pantalla. La desaparición de Tom Baxter (Jeff Daniels), de los Baxter de Nueva York, aventurero y personaje secundario, provoca que la ficción se detenga y quejas en los protagonistas, que no aceptan las protestas del respetable. Los seres reales y los de ficción discuten mientras el propietario de la sala sufre por su economía y algunos espectadores exigen la devolución del importe. La insólita fuga transciende y alcanza a los productores del film, que tampoco saben qué hacer, salvo encontrar al evadido, devolverlo a la pantalla y, una vez dentro, quemar las copias de la película. La ausencia también afecta a Gil Shepherd (Jeff Daniels), el actor que le dio vida, demasiada, sospecha su representante, quien también teme que consideren conflictivo a su cliente y que su carrera se resienta. De tal manera, Gil se ve obligado a volar a Nueva Jersey, encontrar a Tom y convencerle de que regrese al otro lado de pantalla, pero este prefiere la compañía de Cecilia o una nueva experiencia con las chicas del burdel —que encuentran en él a un príncipe azul, lo cual confirma su irrealidad.


La presencia del personaje ficticio en la realidad agudiza la sensación de que los dos espacios donde se desarrolla La Rosa Púrpura de El Cairo son irreales, sobre todo en relación a Cecilia, que, gracias a este encuentro, acaricia la posibilidad de dejar atrás su cotidianidad. El actor real y su personaje generan la disyuntiva en la soñadora; le plantean la elección entre el mundo ideal de celuloide y la fantasía que vive en la realidad, cuando antes solo tenía el real al que no desea pertenecer y del cual solo logra huir en la sala donde la ilusión la envuelve y la protege. Su contacto con el celuloide la aparta de la monotonía donde la descubrimos minusvalorada y sometida al marido (Danny Aiello), que excusa su egoísmo enfermizo y sus arranques violentos en la falta de empleo. La relación de sometimiento y de malos tratos es la realidad de la protagonista, aunque, gracias a los distintos planos expuestos por Allen, nosotros, como público, la observemos igual de ficticia que las experiencias que vive junto a dos hombres idénticos, pero distintos. Los dos expresan su amor, pero ninguno está enamorado, puesto que el amor en Tom responde a su personalidad, aquella que le confirieron al crearlo, y Gill se mueve por intereses profesionales. Lo cierto es que ambos se han apartado de sus vidas para entrar en la de ella, lo que provoca que Cecilia piense en una o dos existencias plenas de romanticismo, sin embargo, el plano real donde los tres coinciden resulta tan ficticio como la fantasía en la que ella se refugia para alejarse de la realidad que aguarda fuera. La pareja de La rosa púrpura de El Cairo es fugitiva de la insatisfacción y les une su inocencia, acortan la distancia en la sala, entre dos mundos que por un instante se encuentran y contactan. Pero solo es un deseo, un sueño, un intervalo fugaz y
 romántico, similar los proyectados en la pantalla, que ofrece a la heroína la oportunidad de escapar del desaliento (y vivir en su propia película) y a Tom Baxter de los designios de un guion divino que lo obliga una y otra vez a repetir su vida monocromática de celuloide.


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