lunes, 27 de junio de 2011

La armada Brancaleone (1966)



Admirador confeso del Quijote y de la novela picaresca, Mario Monicelli simpatizaba con personajes marginales, perdedores y tipos corrientes, individuos que sueñan e intentan abandonar su situación a base de lo que saben hacer, en muchos casos mentir y aprovecharse. Escrita en colaboración del dúo Age-Scarpelli, Monicelli realizó en La armada Brancaleone (L'armata Brancaleone, 1966) una comedia grotesca que viaja a un Medievo diferente al que suele asomar en las pantallas cinematográficas, sin héroes y con alguna dama que crea apuros —como aquella de quien, creyéndola apestada, el protagonista huye sin satisfacer su deseo primigenio; o Matelda (Catherine Spaak), a la que salva y a quien su honor le impide desflorar—, una Edad Media con la suciedad que se le atribuye, con su brutalidad y la picaresca de caricaturas que sirven para que el director de Rufufú (Il soliti ignoti, 1958) satirice el Medievo en un alarde de desenfado que recalca la ignorancia, la credulidad y las ambiciones de personajes que podrían ser pícaros en el siglo de Oro español o en la Edad Contemporánea. No obstante, además de algo despistado e iluso, Brancaleone (Vittorio Gassman), y en esto puede emparentarse con Don Quijote, no es tanto un pícaro como alguien que vive en una realidad paralela, la que prefiere imaginar y que casi nunca suele ser como la que ven los miembros de su armada. La aventura, desventura más bien, transita por el tiempo de las cruzadas, pongamos siglo XII, por una península itálica donde se descubre al andante sin oficio ni beneficio, pero con ideales y sueños de grandeza que, en la distancia, hereda del ingenioso hidalgo cervantino.


La historia de Brancaleone viene a ser la siguiente. Sin saberlo, tres picaros se deshacen de un caballero y se apoderan de sus pertenencias ignorando que, entre sus posesiones, lleva un escrito que le concede una propiedad en algún lugar de la costa italiana. Esto lo sabrán cuando intenten vender su botín al impagable Carlo Pisacane, el único que sabe leer y que comprende el valor del documento, que solo tendrá validez si encuentran a un noble caballero que sustituya al fallecido. En Brancaleone encuentran a ese individuo que creen les proporcionará la oportunidad de enriquecerse; de ser amos en lugar de vasallos. Sin embargo, las circunstancias no se desarrollan como esperan y no tardan en verse metidos en una serie de líos y confusiones que, más que enriquecerlos, les lleva a las situaciones más disparatadas e incluso peligrosas, que se suceden a lo largo del itinerario de esta farsa andante sobre el Medievo que se burla de la ignorancia, de la mezquindad, de la brutalidad, al enfrentar los espacios medievales a su protagonista, un caballero andante sin nada más que su caballo, su ropaje y su valor, que pretende vivir bajo el código de honor en un mundo sin ideales, plagado de pícaros y supersticiones, de guerras y rapiña, en el que su enajenación le hace faltar a sus ideales más veces de las que quisiera reconocer y que, en realidad, no reconoce.
Vittorio Gassman aportó su lado más cómico a ese personaje que intenta seguir el camino para el que cree haber nacido y que sin embargo nunca consigue enderezar su rumbo, pero también encontró buenos compañeros de viaje en Carlo Pisacane, Gian Maria Volonté o Folco Lulli.

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