sábado, 4 de junio de 2011

El general de la Rovere (1959)


El neorrealismo ya era un eco en la distancia cuando Roberto Rossellini y Vittorio De Sica (dos de los máximos responsables de aquel esplendor cinematográfico de posguerra) unieron sus talentos para crear una magnífica obra cinematográfica que se alzó con el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia. Pero la grandeza de El general de la Rovere (Il generale della Rovere, 1959) no reside en los premios o en los aplausos, sino en su historia —basada en la novela homónima de Indro Montanelli, quien participó en la escritura cinematográfica con Sergio Amidei y Diego Fabbri—, en la magistral e inolvidable interpretación de Vittorio De Sica y en la dirección de Rossellini, quien, aunque nunca la contó entre sus mejores películas, quizá porque no lo consideró una experiencia personal, hizo un trabajo excepcional, dominando todos los aspectos y momentos del film: los espacios, la ambientación —que le devolvía a un periodo ya por él retratado con anterioridad—, los personajes y el ritmo de una narración que dividió en dos partes separadas por la captura del protagonista. La primera presenta al coronel Grimaldi (De Sica), mentiroso, jugador y estafador, que no duda en engañar a aquellos desgraciados que han acudido a él en busca de ayuda. Aparentemente, se trata de un hombre que huye de cualquier posible conflicto entre lo que es justo y lo que no lo esRossellini no lo juzga, solo desvela el comportamiento y la situación que rodea a Grimaldi, quien varía de valores para poder sobrevivir en una Genova ocupada por los alemanes.


Durante gran parte del metraje, Grimaldi habla, pero no dice nada, salvo aquello que los demás desean escuchar. Vive interpretando un papel que le aleja de cuanto sucede, no asume lo que ocurre, ni el sufrimiento ni el significado de cuanto le rodea —se queja del envío de un salchichón que ni siquiera es para él, sino para alguien que está encarcelado, pero no duda en comérselo, o se juega a las cartas el dinero que un padre le ha dado para que consiga que su hijo no sea deportado a un campo de concentración. Sin embargo, su situación cambia cuando el coronel alemán al mando descubre sus engaños. En ese momento observamos a un Grimaldi arrepentido, pero no por cuanto ha hecho, sino por miedo. Sus temores y la constante de decir aquello que los demás esperan que diga provocan que acepte una proposición en la que debe hacerse pasar por el general de la Rovere, un famoso oficial italiano asesinado por las fuerzas alemanas, pero cuya muerte se mantiene en secreto. A partir de este instante se podría hablar de una segunda parte dentro del film, donde se obliga a Grimaldi a hacerse pasar por el militar, consciente de que su actuación le proporcionará unos beneficios que le interesan.


De ese modo, el film, uno de los más accesibles de 
Rossellini, y su protagonista se introducen en un entorno carcelario, rodeado de prisioneros políticos, donde se enfrenta a la realidad, cruel e injusta, que va haciendo mella en su espíritu, a pesar de mantenerse ajeno a ella; pero el suicidio de su compañero de celda (tras ser cruelmente torturado) o la carta enviada por la esposa del verdadero de la Rovere le conciencia hasta el punto de querer abandonar esa farsa de la que no puede huir. Rossellini mezcla aspectos realistas con una historia de ficción (pero que no dejaría de ser real) en la que un hombre debe despertar ante los sucesos que acontecen en un entorno hostil y peligroso del que pretende alejarse. Esta transformación tarda en realizarse, incluso cuando creemos que se va a producir, no deja de ser un mero espejismo, ya que de nuevo, el miedo, la falta de recursos y de escrúpulos se imponen en una personalidad “egoísta” que pretende sobrevivir en un mundo donde no se respeta algo tan básico como el derecho a la vida.


En cuerpo y alma, la actuación de De Sica en El general de la Rovere es una lección dramática que no cae en el exceso ni en la palabrería para exteriorizar las emociones, las sensaciones y los sentimientos que embargan a su personaje. Son sus gestos corporales, su mirada, sus hombros, el rictus de su rostro las que transmiten sus sensaciones e intenciones. Lo hacen cuando se reúne con el sargento alemán o al sentarse a la mesa del prostíbulo, o en el instante en el que aborda a la madre y la esposa de un detenido y las invita a tomar un café, café. Esos instantes prueban su talento y es esa interpretación corporal, que va de la supervivencia, a la derrota y finalmente al orgullo que asume su fisonomía al final del film, las que posibilitan la cercanía de un personaje a quien llegamos a comprender, a creer e incluso a querer y admirar. La transformación de Manuel Grimaldi en general admirado exige el sacrificio de su vida, pero, contrariamente a la pérdida que implica, le posibilita la victoria moral y humana. Así, quien ha sido un embaucador y un jugador sin suerte, asume recuperar su dignidad y su libertad. Su postura, su decisión y su entrega o heroicidad también podría ser la victoria de la humanidad frente la barbarie; aunque esto lo es en un plano idílico, quizá romántico, pues lejos de su romanticismo se trata de una muerte y, como tal, no es útil ni inútil, es el final que separa al yo de sí mismo y de los demás para siempre. Pero en su estado, para él es diferente, puesto que en su convicción ve en ese final su liberación del miedo y su redención, justificada en la primera parte del film, cuando Rossellini expone el vivir del personaje, o mejor decir su modo de sobrevivir entre el juego, el timo y la sensación creciente de ser lo que vende, fruto de su contacto con esas personas a las que engaña, hombres y mujeres preocupados y heridos por los arrestos y la ausencia de noticias de sus seres queridos. Únicamente al final del metraje, se ofrece la dimensión del espíritu de este ser perdido que convierte su mentira en la aceptación de un ideal más allá de sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario