martes, 10 de mayo de 2011

La sombra y Galdós (encuentros ficticios para nada realistas)

  

Por una calle madrileña, apenas transitada, pasea una sombra sin nombre, sin rostro, con cuerpo que se confunde entre la espesa niebla que domina la primera hora de esta mañana de 1862. Sus pasos, silenciosos, tímidos, como ajenos a su voluntad, le conducen hacia la facultad de Derecho donde a pocos metros de la puerta de entrada se detiene, y observa a un puñado de futuros licenciados delante del edificio donde pasan horas del día y pasarán los años de su juventud, antes de que su porvenir deje su lugar al presente y al pasado. Algunos hacen un corro donde fuman y hablan; otros, los menos, se desperdigan por la cercanía en parejas o tríos. Uno de los estudiantes, que acaba de dar una limosna a la anciana que mendiga en las inmediaciones, se aleja del edificio. Es un joven de unos diecinueve años, a quien un compañero llama Benito. Pero el mozo no le escucha. Levanta las solapas de su abrigo y continúa su caminar cabizbajo. Parece hastiado y poco convencido. Son estas señales las que deciden al espectro, que le sale al paso y le susurra palabras apenas audibles.

   —Disculpa mi osadía y disculpa que te asalte cual fantasma, pero también soy fruto de la realidad y de la fantasía, e ignoro cómo he llegado hasta ti. Pero aquí me tienes, aunque antes estaba allí, oculto en la oscuridad desde donde os observaba —señala hacia un rincón sombrío a unos metros del lugar—. No te asustes, ni temas la curiosidad creciente que me obliga a preguntarte cuál es el motivo de que te saltes las clases.

  Sorprendido por la curiosa aparición, el joven guarda silencio, aunque no por temor, sino porque duda si el espectro que ha salido de la nada es fruto de su fantasía, de la vigilancia del sistema educativo o de una realidad que escapa a su comprensión.

   —No estoy convencido —contesta finalmente, a pesar de haber decidido que la imagen difuminada solo es fruto de su aburrimiento.

   —¿Y qué no te convence?

   —Esto —señala con su mirada la facultad—. No siento vocación por el Derecho. —La sombra guarda silencio, a la espera de que el joven se explique—. Lo que verdaderamente deseo es escribir. Plasmar en el papel la realidad que observo a mi alrededor: la realidad de mi país y mi propia realidad, pero siendo objetivo,… Lo más objetivo que pueda. Creo que así ayudaría a comprender esta época que nos ha tocado vivir.

   —Pero eso no es más que un sueño, y además uno difícil de alcanzar.

   —No, no es un sueño. Es una meta; difícil, sí, no lo niego, pero es un objetivo posible —afirma Benito—. Todavía ignoro cómo, pero novelaré la historia española de este siglo en cinco series de diez novelas cada una (aunque la última quedará inconclusa, porque solo escribiré seis, ya que será un proyecto colosal que nunca podré concluir). Creo que la titularé Episodios Nacionales...

   —Parece interesante, pero también imposible —aventura el sin rostro.

   —No obstante, lo haré. Y no solo eso, sino que escribiré más, mucho más. Tengo en mente una novela que me gustaría titular Doña Perfecta, así como daré forma a otros personajes que mostrarán un pensamiento profundo con el que plasmaré la realidad que viven personas como tú..., bueno, como yo o como esos compañeros que vociferan, alegres antes del inicio de la jornada escolar.

   Tras estas palabras, la silueta se difumina delante de Benito, sin que este encuentre una explicación verosímil para lo que acaba de presenciar. Da media vuelta y camina hacia la Facultad, pensando en sus palabras, en su decisión, en sus dudas y en su convicción.


Los años fueron pasando, y aquel joven canario cumplió sus predicciones, incluso superando las expectativas literarias de su juventud. Primero trabajó como periodista. Poco tiempo después, publicaba
La fontana de oro, su primera novela, a la que siguió una extensa lista de títulos que se convertirían en obras claves del realismo español que se estaba desarrollando por aquel entonces.

   En 1912, ya conocido por propios y extraños como don Benito Pérez Galdós, se reencuentra con aquella sombra del pasado. Y ya sin sorpresa, como si de un viejo amigo se tratase, le hace una confidencia y le resume su vida literaria.

   —Sé que no podré escribir más. Me estoy quedando ciego, y esto me entristece. Mi perdida de visión me aparta de mi deseo de describir nuevos personajes y nuevas situaciones. Aun así, siento satisfacción, ya que he logrado mis objetivos y el tiempo ha acallado aquellas críticas destructivas de algunos de mis paisanos que, aunque aguante, me hicieron daño y he relegado al olvido a quienes vetaron por segunda vez mi candidatura al Nobel.

   —Has realizado un gran trabajo, te felicito. Y serás recordado por futuras generaciones que admirarán y disfrutarán leyendo tu obra —susurra el espectro, consciente de que la melancolía, y quizá la nostalgia, se ha apoderado de Benito.

   —Puede que estés en lo cierto, y alguien continúe leyendo mi obra después de mi muerte, e incluso es posible que haya interesados que la estudien y la dividan en partes para explicarla a su gusto. Pero eso no me corresponde decidirlo, ni me parece importante. No escribí para que los estudiosos hablen de las etapas de mi pensamiento creativo, sino porque fui testigo de un momento en el que sentí la febril necesidad de escribir. Así bien, algunos dirán que mi primera época estuvo marcada por una serie de comentarios moralistas, realizados por mi narrador, y que mis personajes no son más que la representación corpórea de mis propios pensamientos. Encontrarán un segundo periodo en el que encasillarán obras como Fortunata y Jacinta o Miau, y asegurarán que en ellas muestro la realidad de mi época, tomando personajes complejos dentro de ámbitos burgueses. Tras esta etapa de crónica del Madrid que conozco, que pretende ser una imagen de esta o de cualquier otra ciudad, muestro parte de los valores que rigen mi pensamiento: el amor y la caridad. Gracias a ello, conseguí una de mis mejores obras: Misericordia, donde doña Benigna, la protagonista, no encuentra recompensa a su generosidad ni a su humanidad. Y que decir de Nazarín, obra donde plasmo una disconformidad, no con la iglesia, sino con aquellos de su miembros que malinterpretan su función. Pero, todo esto será simplemente un modo de explicar algo tan sencillo como la evolución, indivisible, de mi manera de ver y comprender el mundo.

   Sin saber qué pensar, al comprobar como los vaticinios de aquel muchacho que no sentía vocación por el Derecho se habían hecho realidad, la sombra no pudo más que rendirse ante el anciano, de los más grandes e ilustres narradores en lengua castellana de todos los tiempos. Y cuya obra permite a generaciones posteriores un acercamiento a una época ya pasada, a través de personajes tan reales como este don Benito de quien el espectro se despide para reencontrarse con él en las páginas de sus novelas, algunas de las cuales han sido adaptadas a la pequeña y a la gran pantalla, siendo Luis Buñuel el más fiel e infiel adaptador cinematográfico del escritor canario.


Adaptaciones cinematográficas de la obra de Galdós

Beauty in Chains (Elsie Jane Wilson, 1918) (basada en Doña Perfecta)

El abuelo (José Buchs, 1925)

La loca de la casa (Luis R.Alonso, 1926)

Marianela (Benito Perojo, 1940)

Adulterio (José Díaz Morales, 1945) (basada en El abuelo)

La loca de la casa (Juan Bustillo Oro, 1950)

Doña Perfecta (Alejandro Galindo, 1951)

Misericordia (Zacarías Gómez Urquiza, 1953)

Tormenta de Dios (Román Viñoly Barreto, 1954)

Marianela (Julio Porter, 1955)

La mujer ajena (Juan Bustillo Oro, 1955) (basada en Realidad)

Viridiana (Luis Buñuel, 1961) (basada en Halma)

Fortunata y Jacinta (Angelino Fons, 1970)

La duda (Rafael Gil, 1972) (basada en El abuelo)

Marianela (Angelino Fons, 1972)

Tormento (Pedro Olea, 1974)

Doña Perfecta (César Fernández Ardavían, 1977)

Fortunata y Jacinta (1980) (Mario Camus, serie de televisión)

Solicito marido para engaño (Ismael Rodríguez, 1988) (basado en Lo prohibido)

El abuelo (José Luis Garcí, 1999)



Retrato de Benito Pérez Galdós (Óleo sobre lienzo, 73 com x 98 cm; Joaquín Sorolla, 1894)

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